miércoles, 17 de septiembre de 2008

Epístola a López Velarde


En 1921, el poeta zacatecano Ramón López Velarde publicó el célebre poema La Suave Patria (http://www.poesi.as/rlv006.htm), para un México que entonces aún lucía inocente, hermoso y lleno de esperanza.
Muchas décadas después, a mediados de los años noventa, Gabriel del Río escribió la Epístola a López Velarde, una respuesta de la Patria al bardo de Jérez, Zacatecas.
De hecho, Gabriel del Río agregó a su libro Desde la Azul Entraña, el subtítulo Respuesta de la Patria a Ramón López Velarde.
Admirador de la obra del zacatecano, y en especial del poema La Suave Patria, Gabriel del Río intentó mostrar la manera atroz en que había cambiado México de como lo concibió López Velarde a como lo veía él mismo a punto de terminar el siglo XX.
El resultado es verdaderamente magistral, muy propicio para los tiempos que corren.



EPÍSTOLA A LÓPEZ VELARDE

Gabriel del Río


Escucha donde estés,
López Velarde, te habla la suave patria de tu canto.
Para ser siempre igual ya se hizo tarde;
sólo la transparencia de mi llanto
recuerda que mi ser es impecable
y mi alma diamantina y adorable.
Las alegres muchachas ya no estallan
en tardes con olor a yerbabuena,
sus tristes corazones sólo callan,
porque el roto país llora su pena.
Han olvidado su fragante risa
y ya nunca empitonan la camisa.
Está en riesgo mi música de selva
por el uso abusivo de las hachas,
ya no hay gritos ni risas de muchachas,
ni amor que en pentagrama se resuelva
y el pájaro de oficio carpintero
guarda un silencio gélido y austero.
Te confieso, Ramón, mi superficie
ya no es maíz, sino terreno yermo;
al ras del mar, igual que en la planicie,
de la milpa el Señor se siente enfermo.
No se escucha el clamor de los labriegos
en donde todos son sordos y ciegos.
Ya mis minas no son aquel palacio
del rey de oros, alegre y opulento,
ya sólo son un tenebroso espacio,
una entraña sin vida y sin aliento,
exprimida por la brutal codicia
y víctima mortal de la ictericia.
Ya no brota la música argentina
de la cueva vestida de oro y plata
sólo quedan despojos de la mina,
petrificadas gotas escarlata,
que un minero de roble, taciturno,
dejó cuando acabó el último turno.
Del establo que el Niño Dios me diera,
ternura de henos y mugir de vacas,
ya no brota la leche mañanera,
porque las vacas han quedado flacas.
Ya no son el bucólico rebaño
ni el sustento de niños, como antaño.
Del petróleo no tengo los veneros
porque Satán, traidor y veleidoso,
anda en tratos con viles extranjeros
y no puedo librarme de su acoso.
Inscrito en el más triste anecdotario
para mí el oro negro es un calvario.
Tú no viste, Ramón, cuando una tarde
Tata Lázaro dijo que era mío
y bajo el sol, en el ocaso que arde,
lo arrebató del extranerjo impío.
Su voz libertadora en lontananza
se volvió yacimiento de esperanza.
Hoy otra vez renace la codicia
y el enemigo vuelve a la acechanza,
regresa por caminos de inmundicia
y entreteje sus redes de venganza
y yo, sin la riqueza petrolera,
ya no volveré a ser lo que antes era.
En mi gran capital ya no hay una hora
que vuele ni tenga sentimientos,
ya no va en carretela -y la añora-,
paralizada en embotellamientos.
Y en mi provincia, el reloj sin ruido
de aburrimiento se quedó dormido.
Ya no visto percal y el abalorio
se volvió cristalina agua de río,
mis fiestas se tornaron en velorio
y mi incierto destino en desafío.
No soy inaccesible al deshonor,
porque ya me ha vendido algún traidor.
El tren que antaño iba por la vía
hoy es enmohecida y vil chatarra,
desgracia que al país duele y desgarra
en su mustia y endeble economía.
Muy pronto venderán esos despojos
y ya sólo tendré sendas de abrojos.
Ya no hay noches que asusten a la rana
porque ya hasta las ranas han perdido
el candor nacional, el que era un nido
de virtudes y besos, de lozana
risa de niños, tierna algarabía
en madrugadas de milagrería.
Mi alma dejó de ser equilibrista
y de mestiza no me queda nada,
porque ya sólo soy, ante el turista,
raza de bailadores de lambada.
La ofrenda de aguamiel, fragante y sana,
es hoy ofrenda vil de mariguana.
No soy la Suave Patria diamantina
del santo olor a la panadería,
soy la que sin esta repentina
crisis en espiral, feliz sería.
Ya mis palomos se volvieron viejos
y no tengo las calles como espejos.
Ya no regalo notas a mis hijos
cuando nacen ni cuando van creciendo.
Mi melodiosa voz se va extinguiendo
y mi numen dejó de ser prolijo.
Cambiaron mis canciones de ribete
por monótono y pobre sonsonete.
INTERMEDIO
Yo Cuauhtémoc, Joven Abuelo,
también te hablo, Ramón.
Es que quiero contarte
mis cuitas, relatarte
todo lo que sufrí por mi piragua,
por mis dioses, mis cerros y hondonadas,
por mi estrella fugaz,
por mi triste pirámide,
por mi arco y mi flecha,
por mi doliente raza macerada.
Vuelvo a sufrir ahora
cuando miro a la patria mancillada,
cuando el amo del norte,
el ambicioso rubio,
el yanqui aventurero
la tiene acorralada.
Sí, como César el rubor patricio
me cubre el rostro en medio del inicio
de vergüenza infinita
que a llorar nos invita.
¡Después de tantos siglos
volverme a separar del pecho curvo
de la emperatriz!
¡Imperdonable obrar
del insolente hijo de alguna meretriz!
SEGUNDO ACTO
Mis hijas ya no son aquellas hadas
ni visten con las redes de mi sol,
sino con ropas sucias, desgarradas,
y con aliento de corriente alcohol.
Me han dejado sumida en la incultura
Patria Suave en la noche más oscura.
Son mito nuevamente mis ensueños
y mi bendito pan ya no es de trigo;
es de lágrima viva y va conmigo,
porque ahora soy de muy extraños dueños.
Ya no estreno mi lujo y la pobreza
se extiende como sombra de tristeza.
En piso de metal no vivo al día,
porque mis días son desesperanza,
he perdido, sin fe, toda confianza
y mi alacena está triste, vacía.
El hambre se refleja en la mirada
de niños que no tienen alborada.
Yo ya no soy vendedora de chía,
con mi vendimia me he quedado sola,
porque todos prefieren Coca Cola.
Siento que llega la miseria fría.
San Felipe no puede darme un higo,
porque ya ni siquiera está conmigo.
Mi imagen, mi Palacio Nacional
recuerda, taciturno, que su historia
fue grande, y sus recuerdos, como noria,
entran a un pozo trágico y letal.
El 15 de septiembre, con paciencia,
mira a un pueblo que grita sin conciencia.
La juventud ya nada oculta en mí,
porque a ver a su patria no se asoma.
Las aves no hablan nuestro mismo idioma,
que les parece cosa baladí.
Hasta ellas hablan en inglés fluido,
en vez de ser caricia en el oído.
Ya no tengo frescura de tinaja
ni de rebozo. Sola en el olvido,
mi azul respiración ya se ha perdido
y es un hálito leve de mortaja.
Si mis julios ahogan, no hay inmenso
frescor sutil de mi peinado denso.
Mi balcón de las palmas bendecido
el domingo de ramos, se ha olvidado.
Aquella fiesta el tiempo ha sepultado
y yo, llena de sombras, no trepido.
El ánimo de antaño ya está muerto
y mi espíritu alegre es un desierto.
Mi corazón ya no es un campanario,
sino una torre sola, gris y muda;
si es más feliz que yo, nadie lo duda,
el ave taladrada en el rosario.
Mi trigarante faja de alas bellas
ya casi se volvió barras y estrellas.
No puedo ser igual, me han transformado,
me han arrojado, crueles, al abismo.
No soy la Suave Patria que has amado,
sino el traspatio del imperialismo.
Sin piedad mutilaron con navaja
mi carreta alegórica de paja.
* Retrato de Gabriel del Río de la autoría de Humberto Chávez Cabrales

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